Asiduamente nos encontramos en un
laberinto de exigencias infinitas hacia los demás.
Buscamos ser comprendidos con el
más sutil de los entendimientos aún y cuando no somos pilar de comprensión,
buscamos ser agradados hasta con el más pequeño de los detalles aún y cuando
ignoramos el valor de agradar, buscamos jamás ser enjuiciados por las palabras
de las lenguas ponzoñosas cuando más de alguna vez hemos sido nosotros los que
sin pena alguna enjuiciamos a los demás sin sentir el menor de los
remordimientos sobre el rigor de nuestras palabras, azotamos sobre los demás el
látigo cruel de las expresiones lanzadas de entre los labios y sin querer
queriendo despedazamos las ilusiones guardadas en la profundidad del alma.
Pedimos todo sin dar nada, miramos
al otro anhelosos de recibir, siempre de recibir…
Nos privamos de valorar el
esfuerzo ajeno advirtiendo solamente las expectativas no cumplidas sobre
nuestros deseos más frívolos, dejamos de mirar a los demás por el orgullo
insatisfecho, ese que nos convierte en despiadados y egoístas y de repente… caemos
en un pozo oscuro y profundo en donde al final solamente podemos mirarnos a
nosotros mismos, dejamos de apreciarnos internamente los unos a los otros
cargando el peso de exigencias vacías, carentes de afecto y repletas de superficialidad
pero, después de todo no podemos quejarnos, no podemos culparnos completamente
pues hemos sido durante mucho tiempo y a pesar de todo compañeros del más falso y manipulador de los amigos: el ego.
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