Casi todos los días muy temprano por
las mañanas, antes de irme a trabajar, procuro cruzar la calle para llegar al parque
que se encuentra frente a mi casa con el objetivo de pasear a mi hija en su
carrito; es una rutina que no hace mucho tiempo comencé a adoptar.
En cada paseo he podido descubrir
lo mucho que mi hija disfruta ese pequeño recorrido que abraza un perímetro de
cuatro cuadras en donde ella observa e interactúa con su entorno y con las personas
que también caminan por el parque, esas personas, en su mayoría de la tercera
edad; es muy agradable ver como algunos de ellos, se han ido familiarizando con
mi bebé al grado que ya hay personas que se acercan a saludarla.
Hay una señora en particular que
me alegra las mañanas cuando se acerca a mi hija y con ternura la comienza a
piropear, sus comentarios se sienten tan naturales, espontáneos y llenos de
luz, que con tanto gusto le respondo con una gran sonrisa, y justo al final de
sus oraciones se despide con un grato y sincero “que tenga un bonito día”.
Es en verdad encantador, como un
simple gesto de empatía hacia mi hija por parte de una persona completamente
desconocida logra extraer una chispa de felicidad de mi ser, y más aún entre la
cotidianidad y la hostilidad del mundo, como un simple paseo de diez minutos con
mi personita favorita puede hacer que el día comience con una descarga de alegría
al corazón.
Es con estas vivencias que
sustento que la alegría, los buenos gestos entre las personas, la amabilidad
sincera y la cordialidad, son algunos de los ingredientes fundamentales para el
gran festín que es la vida.
Lo simple… siempre, siempre, será
extraordinario.
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