Si mal no recuerdo, desde que era
una niña soñaba con emprender, con volar más allá de lo que la gente me decía
que podía, si no era vendiendo dulces en la cochera de mi casa, era pensando
cómo podría generar más recursos económicos de los que mis padres me podían
conceder.
A lo largo de mi vida he aspirado para ser tal o cual cosa, he creado, he
pensado, me he quedado en el intento, me he arriesgado, me he aventurado, he
actuado impulsivamente; y todo para qué, creo que eso nos los hemos llegado a
cuestionar todos, y si no, la mayoría, el porqué de nuestras acciones, después
de todo, cuál será el objetivo final, cada quien tendrá su propia respuesta
respecto al tema.
Cuando se quiere lograr algún
nuevo proyecto, es fundamental planificar a futuro todos los pros y los contras
que pudieran resultar, es básico contar con esa capacidad de proyección y previsión
al iniciar, tratando de adelantarnos frente al tiempo y vaticinar las
dificultades que el proyecto trae aparejadas pero, qué pasa cuando lo que se
espera es distinto a lo que se obtiene, cuando el peso de los resultados va
cargado de negativos y no de positivos; es ahí cuando todo cae
intempestivamente sobre el colchón de las ilusiones y las destroza sin piedad,
sentimos que velozmente vamos cayendo hacia un profundo agujero negro de
sensaciones y sentimientos atormentadores que nos gritan en la mente esa
palabra tan odiosamente pronunciada: ¡FRACASO!, fracaso por no haber llegado la
meta, fracaso por no haber logrado cruzar el océano y habernos hundido a la
mitad de la navegación, fracaso por no haber llegado a donde queríamos.
Hemos perdido…
Hasta el día de hoy no he conocido a alguien
que le guste perder, no he conocido a alguien que le guste sentir ese vacío
quebrantándonos la existencia por el hecho de haber fallado, esos son
sentimientos que taladran la esperanza y aniquilan las ilusiones, sentimos que
la guerra se ha perdido y simplemente debemos iniciar la retirada.
Pero es justo en ese momento en
donde el brillo del aprendizaje debe, sin lugar a dudas, salir a relucir, cuando
el esplendor de la frase “lo intenté” debe estar presente como el aire que
respiramos, cuando los brazos y la frente deben levantarse pensando: no fallé,
no fracasé: APRENDÍ.
Aprendí lecciones que al
permanecer estático jamás hubiera aprendido, aprendí que en el transitar del
intento podemos descubrir cosas de nuestra propia vida y de nuestro propio ser,
y por ese simple hecho, debemos estar plenamente seguros que cada recurso
aportado, cada esfuerzo entregado y cada lágrima derramada, sencillamente lo ha
valido todo, porque jamás encontraremos en la tranquilidad del no hacer el gozo
de haberlo intentado.
Nunca perdimos la guerra, solo
fue una batalla que indudablemente con el aprendizaje obtenido, estaremos
listos para la siguiente y créeme, será completamente diferente.
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